El rostro de él perdió color; la mandíbula, tensa. —Te fallé.
Luciana no lo negó. —Siendo sincera, sí.
Él tragó con dolor. —¿Y ahora? Sé que aún falta, pero puedo esforzarme…
—No.
Lo miró sin desviar la vista.
—Tú eres un gran hombre y me tratas muy bien, lo sé.
Entonces, ¿dónde estaba el problema? Él no lo entendía.
Con desesperación le tomó la mano: —Si lo reconoces, quédate. Dame una oportunidad más; usaré mi vida entera para demostrarte que no te equivocas. ¿Sí?
—Alejandro.
Pronunció su nombre despacio y soltó su mano.
—Tú ya no eres el de antes, eres mejor. Pero yo tampoco soy la misma. Ya no tengo ese deseo de estar contigo. ¿Lo entiendes?
Aquel objeto que una vez anheló sigue igual —quizá más reluciente con el tiempo—, pero ella ya no lo desea.
Alejandro se quedó sin aliento, inmóvil, sin poder siquiera mover los ojos.
—Alejandro —leyó la tristeza en sus pupilas, pero debía decirlo—. La señorita Díaz es una buena chica…
—¡Basta!
El hombre que hasta entonces había permanecido ríg