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Tres meses más que pasaron como un suspiro.

Alessandro ya no era el bebé frágil que cabía en una mano. A los ocho meses de edad corregida, luchaba por sentarse solo, todavía más pequeño que otros bebés de su edad, pero los doctores estaban satisfechos.

Cassandra lo encontró esa mañana en su tapete de juego, concentrado con esa seriedad que ya era característica suya. Sus manitas se movieron torpemente: dedos cerrándose y abriéndose cerca de su boca.

Leche.

El corazón de Cassandra dio un vuelco.

—Sebastián. Ven. Rápido.

Él apareció en segundos, alarmado. Cassandra señaló a Alessandro.

—Míralo.

El bebé repitió el gesto. Deliberado. Claro.

Sebastián se arrodilló junto a su hijo. Alessandro lo miró con esos ojos oscuros y volvió a firmar.

Leche.

No era una palabra. Pero era comunicación.

Sebastián firmó de regreso, exagerando el movimiento. Luego levantó a Alessandro y lo sostuvo contra su pecho como si fuera el tesoro más precioso del mundo.

Porque lo era.

La vida había encontrado un ritm
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