El reloj del despacho marcaba casi las tres de la tarde cuando Cassio entró sin tocar, con el saco colgado del hombro y medio vaso de café en la mano.
—Avísame cuando abras una cafetería aquí dentro —soltó, apoyándose en la estantería al lado del escritorio de Dorian—. Porque con el ánimo que traes últimamente, vas a terminar repartiendo cappuccino a los empleados.
Dorian ni levantó la vista de la pantalla.
Estaba inclinado sobre la planilla de Recursos Humanos, pero la concentración era tan intensa que hasta el aire parecía más tenso en la habitación.
—Caffè latte, como mucho —respondió, sin ironía, aunque con una ligera curva en la comisura de los labios.
—Dios mío, ¿eso fue un chiste? Está mejorando —Cassio tomó un sorbo de café, negando con la cabeza—. Pensé que después de la boca torcida solo te veríamos sonreír en Navidad.
Dorian por fin dejó de escribir y se recostó en la silla, cruzando los brazos.
—Estoy a un paso, Cassio.
—¿Un paso de qué...?
—De encontrarla.
Cassio arqueó u