A la mañana siguiente, la casa estaba en silencio. Como si la noche anterior hubiera sido una especie de desahogo que dejó todo más ligero. Yo estaba en la cocina, de espaldas a la puerta, con una cucharada de mantequilla de maní en la boca mientras removía los huevos revueltos que chisporroteaban en la sartén.
Richard había bebido demasiado y sabía que le esperaba un dolor de cabeza espantoso, así que quería prepararle algo rico, algo que subiera sus ánimos y lo ayudara a sentirse mejor. La bebé se movía apenas, como si también disfrutara el olor del desayuno.
Cuando los huevos estuvieron listos, apagué la estufa, dejé la espátula a un lado y caminé hacia el frasco de mantequilla de maní para cerrarlo. Mi boca aún tenía el sabor dulce y salado, y me limpié con el dorso de la mano antes de girarme para guardar el frasco en la nevera.
Y ahí casi se me escapó el alma.
Richard estaba recostado contra la meseta, mirándome fijamente, con los brazos cruzados y una sonrisa suave que le ilum