—Oh, nena —dijo, con esa voz profunda que me hacía estremecer—, sabes que lo haré. Y lo vas a disfrutar tanto como yo.
Lo fulminé con la mirada, molesta, y avancé hacia la puerta. Sentí detrás de mí su risa, baja, vibrante, recorriéndome un escalofrío que mezclaba irritación y algo que no podía negar. Me volvía loca, y a la vez, de alguna manera, me encantaba.
Respiré hondo, tratando de ignorarlo mientras abría la puerta, esperando que él llegara detrás. La casa se alzaba frente a mí, imponente, con luces cálidas que iluminaban la entrada y ventanas que reflejaban el jardín perfecto que rodeaba la propiedad. Todo era elegante, demasiado grande para mis gustos cotidianos, pero de alguna manera acogedor.
—Hogar, dulce hogar —dijo él al entrar, dejando su chaqueta sobre el perchero y cerrando la puerta tras de sí.
—Cautiverio… dulce cautiverio —murmuré, casi para mí misma, mientras lo seguía hacia el interior, sintiendo la mezcla de molestia y atracción que él siempre lograba despertar e