—Nena, mírame… —su voz sonó baja, ronca, llena de ternura y urgencia—. Todo está bien, ¿me oyes? No dejaré que nada te pase. Por favor, no llores… me destroza verte así. Piensa en nuestra bebé, ¿sí?
Me aferré a su camisa como si eso fuera lo único que me mantenía entera. Su olor, su calor, su voz… todo lo que necesitaba estaba ahí.
Respiré hondo, intentando calmar el temblor de mis hombros. Poco a poco, el llanto fue cediendo, dejándome con la garganta ardiendo y los ojos hinchados. Levanté la mirada. Él me observaba con tanto amor que dolía.
—Fue Elliot… —logré decir, apenas audible—. Fue él, Richard. Nadie más sabía lo de los papeles. Nadie más los quería tanto. Mi propio hermano… —la voz se me quebró de nuevo, el dolor mezclado con incredulidad—. Me robó.
Richard negó con la cabeza despacio, pasando una mano por mi espalda.
—Ya no tienes que pensar en eso, ¿de acuerdo? Lo importante es que estás viva. Vamos a resolverlo, te lo prometo. Pero ahora necesito que descanses, que respire