32• La ladrona

El paisaje pasaba en silencio más allá del vidrio, cubierto por una neblina suave que el amanecer apenas lograba disipar. El interior del auto era cálido, y el aroma de Richard —una mezcla de madera, jabón y algo inconfundiblemente suyo— me envolvía, como si su presencia misma me abrazara. Llevaba puesto uno de sus abrigos largos, tan grande que las mangas casi me cubrían las manos. Aun así, me sentía protegida, resguardada dentro de algo que le pertenecía.

Mientras conducía, Richard llevó una mano hasta la mía, entrelazando sus dedos con los míos antes de acercarla a sus labios. Depositó un beso suave, casi reverente, en mi piel, y una sonrisa se me escapó sin poder evitarla.

—Estás hermosa —murmuró sin apartar la vista del camino.

—Creo que podría acostumbrarme a esto demasiado rápido —respondí, dejando que una pequeña risa escapara de mí.

Él me lanzó una mirada de reojo, cargada de complicidad, y volvió su atención al frente. El silencio entre nosotros era cómodo, casi familiar, ha
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