Esperaba que Richard hablara. Que dijera algo. Cualquier cosa.

El silencio en la oficina se volvió tan pesado que sentí que podía cortarse con un cuchillo. Él no me miraba, solo observaba a la mujer frente a nosotros, con la mandíbula apretada y ese gesto de furia contenida que me puso la piel de gallina.

Yo lo miraba, intentando leerle el pensamiento, entender lo que pasaba. Pero no había nada. Ninguna señal. Ninguna explicación. Solo ese silencio suyo que decía demasiado.

Finalmente, habló. Su voz fue baja, pero tan firme que el aire pareció vibrar.

—Vete de mi oficina, Helene.

La mujer se cruzó de brazos, con una sonrisa que me hizo sentir un escalofrío. Tenía esa clase de seguridad que solo tiene alguien acostumbrado a manipular. Su mirada era como una daga, afilada, calculada.

—¿Que me vaya? —repitió con ironía—. Vamos, Richard… no me digas que de verdad crees que todo esto fue un error. No puedes ser tan ingenuo. —Sus ojos se movieron hacia mí con un brillo cruel—. ¿De verdad le