Mundo ficciónIniciar sesión
El champán está tibio, pero el diamante en mi mano derecha brilla con la intensidad suficiente como para que no me importe.
Tengo veintidós años y el mundo es, básicamente, mi patio de recreo personal. Me miro en el espejo del tocador de este club exclusivo en el centro de la ciudad y sonrío.
Mi cabello pelirrojo cae en ondas perfectas sobre mis hombros, y las pequeñas pecas que salpican mi nariz —esas que mi hermano Dominic dice que me hacen ver "vulnerable", lo cual odio— hoy parecen el accesorio perfecto para mi vestido de seda ajustado.
Soy Mia Blackwood. En esta ciudad, mi apellido abre puertas, cierra bocas y compra voluntades.
Ser la menor de tres hermanos hombres, especialmente cuando tus hermanos son Spencer y Dominic Blackwood, significa que nunca he escuchado la palabra "no". O al menos, nadie fuera de mi familia se atreve a pronunciarla.
—Mia, el coche está esperando —dice Sophie, mi mejor amiga, asomándose por la puerta con una sonrisa cómplice—. Dicen que la fiesta en el ático de los Miller acaba de empezar.
—Déjalos esperar —respondo, retocando mi labial carmín—. Una Blackwood nunca llega a tiempo, Sophie. Una Blackwood llega cuando la fiesta está a punto de volverse aburrida para salvarla.
Salimos del club con el aire de superioridad que solo el dinero ilimitado puede otorgar.
El frío de la noche golpea mi rostro, pero no me inmuto. Mi chófer debería estar allí, con la puerta abierta y el motor en marcha.
Sin embargo, cuando llegamos a la acera, el ambiente se siente extraño. El silencio es demasiado denso.
—¿Dónde está el coche? —pregunto, frunciendo el ceño.
Fue entonces cuando el cristal de la vitrina a mis espaldas estalló.
El sonido no fue como en las películas. No fue un estruendo épico; fue un crack seco, metálico, seguido de un zumbido cerca de mi oreja.
Alguien gritó. Creo que fui yo.
Sophie cayó al suelo y, de repente, el caos se apoderó de la calle. Un sedán negro aceleró hacia nosotras y el destello de un arma asomándose por la ventanilla fue lo último que procesé antes de que mi instinto me obligara a tirarme detrás de un contenedor de basura.
Pólvora. El olor de la pólvora es agrio, metálico, y se queda pegado en la garganta. Escuché más disparos, el chirrido de neumáticos y gritos de pánico.
Por un segundo, el mundo de seda y diamantes se desvaneció, reemplazado por el miedo primario de una niña que se da cuenta de que su apellido no la hace a prueba de balas.
Diez minutos después, el lugar estaba inundado de sirenas. Pero no eran solo ambulancias. Eran los hombres de Dominic.
—¡Dije que no! —mi grito resuena en las paredes de mármol del estudio principal de la mansión Blackwood.
Todavía tengo una mancha de hollín en el hombro y mis manos tiemblan ligeramente, aunque me esfuerzo por ocultarlo cruzando los brazos sobre mi pecho. Frente a mí, mis dos hermanos mayores parecen estatuas de piedra.
Spencer está detrás de su escritorio de caoba, luciendo impecable a pesar de que son las tres de la mañana.
Su rostro de CEO, frío y calculador, no muestra ni una pizca de alivio por ver que sigo viva. Para él, esto es un problema logístico.
A su lado, Dominic, con la mandíbula apretada y los nudillos blancos de tanto apretar su vaso de whisky, desprende un aura mucho más peligrosa. Dominic no piensa en logística; piensa en venganza.
—No es una pregunta, Mia —dice Spencer, su voz es un látigo de hielo—. Te han disparado. Los Bratva están enviando un mensaje, y no voy a permitir que destruyan nuestra estabilidad porque decidiste que era buena idea salir sin escolta.
—¡Tenía a Markus! —exclamé.
—Markus está en el hospital con un pulmón perforado —gruñó Dominic, dando un paso hacia adelante. Sus ojos oscuros brillaban con una furia contenida—. Tu "libertad" casi te cuesta la vida, y casi nos cuesta la guerra. Se acabó, Mia. A partir de mañana, no darás un paso fuera de esta casa sin supervisión.
—¡No soy una prisionera! —pisoteé el suelo, mi temperamento estallando—. No pueden hacerme esto. Soy una Blackwood, no una de tus mercancías, Dominic. ¡Y no soy uno de tus activos corporativos, Spencer!
Me giré hacia la puerta, esperando que mi drama habitual funcionara, que alguno de los dos suspirara y cediera, como siempre. Pero esta vez, el silencio que siguió fue diferente. Era definitivo.
—Ya está contratado —soltó Spencer, volviendo su atención a unos papeles, descartándome como si fuera un asunto cerrado—. Un ex-militar. Alguien que no se dejará deslumbrar por tus pestañas largas ni se dejará sobornar con tus promesas de que "le contarás a papá". Alguien que sabe lo que es la guerra de verdad.
—¿Un militar? —me reí amargamente—. ¿Van a ponerme a un sargento de cincuenta años que huele a tabaco barato para que me siga al centro comercial? No lo pienso permitir. Me encerraré en mi habitación. Haré huelga de hambre. Me…
—Se llama Liam Donovan —me interrumpió Dominic, y por primera vez en la noche, vi una chispa de algo parecido a la diversión cruel en sus ojos—. Es joven, es letal y tiene la paciencia de un santo. Exactamente lo que necesitas para que dejes de actuar como una niña caprichosa y empieces a entender que el mundo quiere tu cabeza en una bandeja.
—No me importa cómo se llame —siseé, mis ojos echando chispas—. Mañana mismo haré que renuncie. Ningún "Donovan" va a aguantar más de veinticuatro horas conmigo.
Subí las escaleras corriendo, escuchando el eco de mis propios tacones contra el suelo. Estaba furiosa, aterrada y, sobre todo, herida en mi orgullo. Estaban limitando mi mundo, poniendo un perro guardián en mi puerta.
Entré en mi habitación y me miré al espejo. Mi rostro todavía estaba pálido, mis pecas resaltaban contra mi piel de porcelana. Me prometí a mí misma que ese tal Liam Donovan se arrepentiría del día en que aceptó el cheque de Spencer.
Si mis hermanos querían guerra, la tendrían. Pero mi primera víctima sería ese guardaespaldas. Mañana, Liam Donovan conocería el verdadero significado de la palabra "pesadilla".
O eso era lo que yo creía, antes de ver sus ojos por primera vez.







