El eco de las sirenas de la policía rompía el silencio de la noche, mientras el aire frío del amanecer envolvía el castillo en ruinas. El cielo aún oscuro comenzaba a teñirse de un pálido azul, y el sonido de los neumáticos de los vehículos policiales rasgaba la calma, llenando el ambiente de tensión. Las luces parpadeantes teñían la fachada de piedra con destellos rojos y azules, proyectando sombras alargadas sobre el terreno. El detective Malón, con su chaqueta levantada para protegerse del viento, descendió de su coche, con los ojos fijos en la imponente estructura frente a él. El frío calaba en sus huesos, pero estaba acostumbrado; lo que más le preocupaba era el presentimiento que lo inquietaba desde que recibió la llamada.
Con pasos firmes y medidos, Malón caminó hacia la entrada principal del castillo, sus botas resonando contra las piedras dispersas. El viento traía consigo un leve olor a sangre, mezclado con la humedad y el hierro oxidado de las tuberías. Los oficiales de poli