Anaís fue forzada a casarse con Alejandro, un magnate poderoso y frío, para asegurar una alianza que salvaría a la familia de él de la ruina. Durante seis largos años, Anaís intentó ganarse el corazón de su esposo, pero siempre fue recibida con indiferencia. A pesar de haber cumplido con sus deberes de esposa impecable, nunca pudo darle un hijo, lo que fue motivo de frecuentes críticas por parte de su marido y su entorno. La situación empeora cuando Lucrecia, la prima de Anaís y el primer y único amor de Alejandro, regresa inesperadamente. Jorge comienza a mostrar favoritismo hacia su prima, pasando cada vez más tiempo con ella y relegando a Anaís al papel de una simple sombra en su propia casa. Anaís, herida por los desprecios y agotada de competir con el fantasma del pasado, toma una decisión: firma el divorcio y se convierte en la mujer más poderosa.
Leer másEl centro comercial bullía de vida. Familias paseaban, parejas tomaban café y los escaparates brillaban con luces y decoraciones. Anaís caminaba junto a Elena, observando las pequeñas prendas para bebé con una sonrisa serena.— Sabes que ya tengo demasiadas cosas en casa — dijo Anaís con un suspiro mientras Elena sostenía un conjunto diminuto de lana.Elena la miró con incredulidad y negó con la cabeza.— Nada es suficiente para este bombón — replicó, sosteniendo una manta de tonos pastel —. Estaría mejor si nos dijeras si es niña o niño… comprar colores neutros aburre, más bien, deprime.Anaís rió con suavidad, colocando una mano sobre su vientre.— No lo diré.Elena bufó con frustración.— En ese caso, no importa. Igual vives en una mansión fuera de la ciudad. Tienes espacio suficiente para una tienda entera.Anaís negó con la cabeza, su mirada perdida en la vidriera de una tienda de juguetes.— Aún no nos hemos mudado allí. Sabes cómo es tu primo de paranoico… Dice que es demasiado
El sol se filtraba por las cortinas, proyectando un resplandor tenue sobre el despacho de Jorge Guerrero. La luz le golpeó el rostro y, con un gruñido, trató de girarse, pero algo suave y cálido estaba pegado a su pecho. Su mente aún estaba nublada, el alcohol de la noche anterior seguía pesando en sus sentidos, pero la sensación de ese cuerpo pequeño y delicado contra el suyo lo llenó de una emoción repentina.— Anaís... — susurró con una sonrisa. Sus dedos recorrieron con suavidad la espalda desnuda de la mujer a su lado. Su corazón latía fuerte. ¿Había sido un sueño? ¿O realmente ella había vuelto a él? Pero entonces la puerta se abrió de golpe.— Señor... — Ramiro se detuvo en seco, su expresión endureciéndose al ver la escena frente a él.— ¡Ramiro! ¡No puedes entrar así! — gruñó Jorge, frotándose la sien con una mueca —. ¿No ves que estoy con mi esposa?Ramiro frunció el ceño y miró hacia otro lado.— Señor... ella no es su esposa.El cuerpo de Jorge se tensó de inmediato. El mu
Ernesto sintió el peso del mundo sobre sus hombros. Después del enfrentamiento con Jorge y las verdades que le estallaron en la cara sobre su madre, su cuerpo entero parecía desfallecer. Cuando regresó a la habitación, sus piernas apenas le respondían, pero, aun así, se mantuvo erguido, pretendiendo fortaleza. Sin embargo, en cuanto sus ojos encontraron los de Anaís, algo dentro de él se rompió.Ella también ha estado pasando por tanto y él no ha sabido protegerla. Casi pierden a su hijo por su falta de responsabilidad. Todo eso estaba en sus hombros. Todo eso lo estaba debilitando y le dolía. Le dolía como una daga apuñalándolo en el pecho.Ella lo observó con ternura y preocupación, notando su pecho alzarse con respiraciones profundas y temblorosas. Cuando vio la humedad en sus ojos, sintió que su propio corazón se desgarraba. Ernesto apartó la lágrima con el dorso de la mano con rapidez, pero Anaís lo detuvo, tomándolo de la muñeca con delicadeza.— No tienes que ocultarlo — susurró
El sonido de la puerta al abrirse resonó con un eco leve en la habitación. Anaís, sentada en la cama, sintió cómo Jorge le tomaba los hombros con un gesto mezcla de desesperación y ruego.— Anaís, tienes que escucharme… — dijo Jorge, con un tono que pretendía ser firme, pero delataba su fragilidad —. No puedes dejar de sentir amor por mí. Es imposible.— Quizás ya no te amaba y solo necesitaba ese empujón, Jorge — respondió —. Suéltame. Me estás lastimando.Anaís intentó soltarse suavemente, incómoda con su cercanía, cuando la figura de Ernesto se materializó en el umbral. Su presencia era imponente, con los ojos oscuros cargados de rabia contenida y cansancio. Había pasado por demasiado, y encontrar a Jorge tan cerca de Anaís era la gota que colmaba el vaso.— ¡Suéltala! — gruñó Ernesto con voz grave, caminando hacia ellos.Anaís se giró rápidamente hacia él, levantando las manos en un intento de calmarlo.— ¡Espera, Ernesto! ¡No es lo que crees! Por favor, detente… — rogó, pero sus
Lombardi sujetaba a Anaís del brazo, arrastrándola fuera del recinto mientras ella forcejeaba con desesperación. Las lágrimas brotaban de sus ojos y su corazón latía con una mezcla de angustia y furia.— ¡Suéltame, Lombardi! ¡No podemos dejarlo allí! — gritó Anaís, luchando contra el agarre firme del hombre —. Escuchaste ese disparo.— Tengo órdenes estrictas de sacarla de aquí, sAnaís. Tus lágrimas no me afectan — replicó él, sin soltarla.— ¡Pues estás despedido! ¡Ahora mismo! — exclamó Anaís con una voz temblorosa por la rabia y el dolor.Lombardi la miró con una mezcla de compasión y determinación. Sin decir una palabra, la cargó sobre sus hombros como si fuera un saco de plumas y caminó hacia el coche estacionado cerca de la entrada.— ¡Bájame! ¡No puedes hacer esto! — protestó Anaís, golpeando su espalda —. Te despido.— Luego lo hará — dijo Lombardi con frialdad al colocarla en el asiento trasero del auto y cerrar la puerta con firmeza. Su voz era calmada, pero su rostro delata
El salón estaba cargado de tensión, un peso sofocante que parecía aplastar a cada persona presente. Anaís, de pie en el centro, se veía frágil pero decidida. Sus ojos ardían con una mezcla de dolor, furia y valentía. Ezra la miraba fijamente, su mandíbula apretada y sus puños cerrados, mientras Ernesto mantenía una postura serena, aunque sus ojos estaban fijos en Ezra, analizando cada movimiento como un depredador al acecho.— ¡Basta! — gritó Anaís, su voz rompiendo el silencio como un trueno. Todos los ojos se posaron en ella, sorprendidos por la intensidad en sus palabras —. ¡Suficiente! No soy ninguna mercancía por la que tienen que pelear.Ezra dio un paso hacia ella, pero Anaís levantó una mano, deteniéndolo.— No quiero casarme contigo, Ezra — declaró con firmeza, cada palabra resonando con una claridad inquebrantable —. No planeo casarme contigo, y no me importan tus amenazas. He pasado demasiado tiempo viviendo bajo la sombra de un hombre que me humilló mil veces, y no voy a p
El eco de los pasos de Ezra resonaba por los pasillos oscuros de su propiedad privada, un lugar tan imponente como intimidante. Anaís, aún aturdida y traumatizada por lo ocurrido, caminaba detrás de él con movimientos rígidos. Su cuerpo temblaba ligeramente, no solo por el frío que impregnaba las paredes de mármol, sino también por el miedo que la consumía.— Puedes llamar a un médico — pidió, aunque no deseaba hacerlo, pero el dolor cada vez se intensificaba más y el miedo paralizante de perder a su bebé la consumía —. Por favor.Ezra abrió la puerta de una habitación amplia y lujosa, con cortinas gruesas que bloqueaban la luz exterior y muebles oscuros que le daban un aire casi sepulcral. Le indicó con un gesto que entrara, cerrando la puerta tras ellos con un clic que sonó más como el eco de un candado cerrándose.— Ya mandé a llamar. Aquí estarás a salvo — dijo, su voz grave, pero con un matiz de control que hizo que Anaís retrocediera un paso.Ella lo miró, sus ojos hinchados y e
Anaís intentó contener el temblor de su cuerpo mientras Estefanía caminaba lentamente a su alrededor, como un depredador acechando a su presa. A pesar de las ataduras que la mantenían inmovilizada, su mente trabajaba frenéticamente en busca de alguna salida. La aparición de Estefanía no había sido solo una sorpresa, sino un golpe directo a su voluntad de lucha. Las palabras de la mujer eran dagas, y la mirada llena de desprecio quemaba como el fuego.— ¿Por qué haces esto? — preguntó Anaís, alzando la voz con un coraje que no sentía. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas —. ¿Qué te hice yo para que me odies tanto?Estefanía soltó una carcajada cargada de burla, un sonido hueco que resonó en el almacén vacío. Su figura elegante y fría se inclinó levemente hacia Anaís, permitiéndole ver cada detalle de su sonrisa cruel.— ¿Por qué? — repitió Estefanía, casi deleitándose con la pregunta —. Porque eres basura ante mis ojos, Anaís. Has arruinado todo lo que construí. Me arrebataste
Anaís salió de la oficina con pasos firmes, pero su corazón latía con fuerza. La llamada que había recibido prometía respuestas sobre Lucrecia, y aunque su instinto le decía que algo no estaba bien, no podía ignorar esa pista. Aprovechó que Ernesto estaba en un tenso enfrentamiento verbal con Ezra para escabullirse y dirigirse a su coche.Cuando subió al vehículo y cerró la puerta, un "clic" metálico resonó a su alrededor. El seguro automático se activó, y el coche arrancó sin que ella tocara nada.— ¿Qué demonios…? — masculló, pegando la espalda contra el asiento.A través del parabrisas vio a Ernesto corriendo tras el coche. Golpeaba el cristal con una mezcla de desesperación y furia, gritando su nombre. Anaís trató de abrir la puerta, pero estaba bloqueada.— ¿Quién carajos está haciendo esto? — gritó, girando hacia el asiento trasero.Y entonces la vio.Lucrecia. Sentada tranquilamente, con una sonrisa cruel que congeló la sangre de Anaís.— ¿Sorprendida? — preguntó Lucrecia, incl