Ese primer día en casa, se despertó temblando por culpa de esa sensación insoportable que recorría su cuerpo. Le dolía la piel, los músculos, el pecho. Pero más le dolía el alma, porque sabía lo que significaba, porque sabía que necesitaba más.
Al principio intentó resistir. Se dijo que podía, que solo eran unas horas, que pronto pasaría. Se metió bajo las cobijas, se abrazó a sí misma. Pero la ansiedad fue creciendo, trepando por su garganta como una serpiente, enroscándose en su cabeza.
Y entonces comenzó a sudar, a sentir náuseas, a percibir como sus manos no dejaban de moverse. Era involuntario. Era algo que no controlaba.
"Solo un poco. Solo para calmarme", repetía su cabeza como un mantra.
—Necesito... necesito algo —irrumpió en la cocina con una mirada desquiciada.
El hombre la miró de inmediato, dejando lo que tenía en las manos. Aparentemente, estaba cocinando. No lo sabía con exactitud, no era eso lo que le importaba.
—Verónica… —advirtió él.
—Por favor —le rogó, con la vo