Verónica estaba sentada junto a la ventana, con una manta sobre las piernas y la mirada perdida en el jardín. Se sentía suspendida en una especie de limbo.
Cuando tocaron la puerta, no se movió. La verdad era que no le importaba quién pudiera ser, después de todo era demasiado predecible.
—¿Verónica?
Se giró lentamente, pero lo que encontró no fue a la enfermera como esperaba, sino al rector de la universidad.
—¿Qué… hace usted aquí? —preguntó, sin ocultar su sorpresa. Recordando también fragmentos de aquel día en que la había echado de la universidad como un perro. ¿Acaso venía a restregarle lo que ya sabía? ¿A decir nuevamente que había sido expulsada? ¡Pues realmente no lo necesitaba!
El hombre respiró hondo notando su expresión de enojo, dio un paso dentro de la habitación, como si el motivo de su visita le pesara enormemente. Y en parte era así, había cometido una injusticia y debía corregirlo.
—Sé que no soy bienvenido —dijo con calma—, y no espero que me reciba con agrado. Sol