Cuando Enzo llegó a la casa, inmediatamente preguntó a una empleada por Eloísa.
—La señora se encuentra en su recámara.
—¿Señora? —arqueó una ceja, luego sacudió la cabeza dirigiéndose a las escaleras para subir hasta su habitación. No tenía tiempo para eso.
Al llegar, encontró la puerta de la recámara entreabierta.
—¿Eloísa? —llamó, dando pasos en el interior, buscándola con la mirada.
La encontró en el baño, sentada en el borde de la bañera, con la cabeza agachada y papel higiénico en la mano.
—Sangré… —dijo con voz temblorosa, mostrándole el papel manchado con el líquido rojo—, pero ya se detuvo.
—Tienes que ir al hospital —sentenció sin una gota de dulzura. Se acercó con la intención de levantarla.
—¡No! —gritó ella, encogiéndose en su posición. Parecía un cachorrito abandonado que temía a ser golpeado—. ¡Lo último que necesito es tu frialdad! ¡Tu maltrato! ¿Tú crees que esto es fácil para mí? Estoy embarazada, Enzo. ¡Tuyo! Y no puedo con esta tensión todo el tiempo. ¡Esta sangre