Valeria no podía apartar la vista de Enzo. Aún tenía un hematoma sobre el pómulo izquierdo, el labio partido y algunas vendas rodeándole la cabeza y las manos. Pero estaba vivo. Y eso era todo lo que importaba.
Sentada junto a la camilla, le tomaba la mano mientras con la otra se secaba las lágrimas de forma disimulada. No quería que las niñas la vieran llorar más. Habían pasado toda la noche en la sala de espera, abrazadas a ella, preguntando por su papá.
Ahora estaban allí, en la habitación, ansiosas por verlo despertar. Aquella sería la única manera de que el temor de sus pequeñas se disipara por completo.
—Papito… despierta ya… por favor… —susurró Evangelina sin separarse de la camilla, tenía la frente apoyada en el colchón, justo al lado de la mano vendada de Enzo.
—No llores, princesa… papá está aquí —de repente se escuchó la voz ronca del hombre.
Tres cabecitas se alzaron al mismo tiempo con los ojitos iluminados por las lágrimas.
—¡Papá! —gritaron las trillizas al unísono, cor