Era más de la una de la madrugada cuando tocaron a la puerta del departamento. Valeria se levantó de la cama, ajustó su bata, extrañada, y se dirigió a la puerta.
Miró por la mirilla, quedándose brevemente congelada.
Era Enzo.
—¿Qué haces aquí? —abrió, notando que llevaba en la mano una maleta.
—¿Puedo quedarme por esta noche? —preguntó en voz baja.
—Por supuesto que no.
—Por favor —la súplica parecía inocente, pero ella sabía bien que no había nada de inocente en este hombre.
—No entiendo qué haces aquí a esta hora —mostró su desconcierto. Tenía una mansión para él solo y, en el caso de no querer estar ahí, le sobraba el dinero como para irse a cualquier hotel de cinco estrellas.
—Quizás solo quería verte.
Inmediatamente intentó cerrarle la puerta en la cara, pero él metió la mano, impidiéndolo.
—No tengo tiempo para tus tonterías. Quiero descansar y tú…
La protesta murió en sus labios cuando la besó de golpe.
El cuerpo de la mujer se tambaleó, dando pasos hacia atrás por