Enzo se levantó de la cama tan pronto como la bata cayó al suelo. El cuerpo desnudo de la mujer no provocó en él más que rechazo.
—¿Qué demonios estás haciendo? —espetó, con el ceño fruncido por la rabia que le provocaba que viniera a presentarse así, como una puta barata. Al parecer ya ni siquiera se respetaba a sí misma.
Eloísa se mordió el labio inferior, en un intento torpe de seducirlo, pero él no le dio oportunidad.
—¡Vístete y sal de aquí!
—No quiero dormir sola —susurró, dando un paso más cerca—. Tengo miedo…
—¡Eloísa! —la interrumpió, esta vez con una voz más dura.
En un segundo, su mano atrapó el brazo de ella. Su agarre era imposible de resistir, asi que la arrastró con facilidad hacia la puerta.
—¡No, Enzo! ¡Me lastimas! —gritó ella, forcejeando inútilmente.
Pero él no le hizo caso. Abrió la puerta con brusquedad y la empujó hacia fuera, desnuda, temblorosa, en el frío del pasillo, donde, si tenía demasiada mala suerte, podría incluso ser vista por los empleados.
Luego reg