La línea era rosa. Clara, pero visible. No una ilusión. No una sombra. No una posibilidad. Era una respuesta. Una sentencia.
Positivo.
—No puede ser... —murmuré con los labios temblorosos—. No es cierto.
Mi garganta se cerró de golpe y un zumbido se instaló en mis oídos. Las paredes del baño parecían encogerse a mi alrededor, como si de pronto el aire hubiese decidido volverse denso, imposible de respirar. Me apoyé en el borde del lavamanos, sintiendo que las piernas me fallaban, que el suelo bajo mis pies ya no era firme, sino una superficie movediza que amenazaba con tragarme. Mi piel estaba fría, pero sentía gotas de sudor resbalar por la espalda.
—No... no puede ser —repetí, negando con la cabeza una y otra vez, como si el simple movimiento pudiera borrar lo que acababa de ver.
Miré de nuevo, con los ojos bien abiertos, con la esperanza absurda de que el resultado hubiese cambiado en el segundo que parpadeé. Pero allí estaba. La misma línea, el mismo color. Un veredicto impreso so