El teléfono vibró en la encimera del baño, sacándome bruscamente del trance. Di un respingo y parpadeé, aturdida, como si de pronto regresara de un lugar muy lejano. Mi mirada se deslizó hacia la pantalla iluminada: Adrian. Sentí que el corazón me daba un vuelco. Justo ahora. Justo en ese instante en el que mi mundo se tambaleaba con la amenaza de una verdad irreversible, esa llamada me anclaba nuevamente a otra realidad, a otro conflicto que no sabía cómo manejar.
Me quedé mirándolo unos segundos, debatiéndome entre contestar o dejar que sonara hasta que el silencio regresara. Tenía las manos húmedas, temblorosas, y el vapor tenue del agua aún flotaba en el aire, haciendo que todo pareciera más irreal. Mi cuerpo entero parecía haberse quedado congelado en el tiempo, con la única excepción del estruendoso latido de mi corazón. Pero sabía que si no atendía, Adrian insistiría. Siempre lo hacía. Y no podía lidiar con preguntas constantes en este momento. No mientras una prueba de embaraz