Las pruebas estaban frente a mí. Dos líneas rosas, claras, firmes, innegables. Me mantenía sentada en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas recogidas. Tenía los brazos cruzados sobre las piernas y la barbilla hundida entre los codos, como si esa postura pudiera ofrecerme el refugio que no encontraba en ningún otro sitio. El aire me sabía a encierro, y la respiración, aunque pausada, era pesada, como si inhalar y exhalar se hubiera convertido en un acto hercúleo.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero cada minuto que pasaba me empujaba un poco más hacia el abismo de mi indecisión. Miraba el teléfono como si fuera un detonador, debatiéndome entre llamarlo o no. Entre soltar toda esta maraña de emociones o seguir ocultándola tras una coraza que se desmoronaba por momentos.
Xander.
Su nombre latía dentro de mí como una palabra sagrada y peligrosa. Quería escuchar su voz, decirle lo que pasaba, dejar que me envolviera con su fuerza, con ese modo suy