La dirección me llevó a un pequeño café escondido entre edificios modernos, en una de esas zonas residenciales que siempre parecen demasiado tranquilas para ser reales. El toldo rojo vino sobre la entrada estaba raído por el sol, y el nombre del local apenas se distinguía en letras cursivas doradas.
Me quedé frente a la puerta unos segundos. La duda se aferraba a mi nuca como un peso invisible. Había algo en esa llamada, en ese tono de voz tan familiar como inquietante, que no me dejaba en paz.
Entré.
El lugar estaba prácticamente vacío. Una pareja mayor en un rincón, una joven con auriculares escribiendo en un portátil… y ella.
Victoria Myers.
Estaba sentada junto a la ventana, como si hubiera reservado ese lugar especialmente por la luz. Llevaba un vestido oscuro entallado, un abrigo caro sobre los hombros y una sonrisa que, aunque encantadora, no llegaba a tocarle los ojos. Siempre había sido así: impecable por fuera, peligrosa por dentro.
—Adrián —dijo al verme, como si no hubiera