No supe en qué momento me quedé dormido, pero el sueño que tuve o, mejor dicho, el recuerdo. Me llenó de más dudas que antes.
Sonreí con amargura, olvidarme de Ivy no sería tarea fácil.
Volví a cerrar los ojos, para rememorar el recuerdo. Esta vez plenamente consciente.
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Era otoño.
Lo recuerdo porque las hojas caían en espirales lentas sobre el jardín del campus, igual que lo hacían en la casa de los Hart cuando éramos niños y jugábamos a perseguirlas como si fueran secretos del viento. Ivy tenía siete años la primera vez que me dijo que quería construir algo grande. Teníamos tierra en las rodillas y lápices de colores en las manos, y ella garabateaba esquemas torpes de robots sobre las servilletas del té de su madre.
Yo solo la miraba. Como siempre. No recuerdo cuándo pasó, pero hubo un momento en el que descubrí que mirarla, admirarla, me llenaba de dicha.
Pasaron los años y, aunque crecimos, algunas cosas no cambiaron. Ella seguía soñando más alto que todos, y yo… seguía encont