Colgué. El silencio que se instaló en el penthouse fue absoluto, tan denso que casi podía masticarlo. Me quedé inmóvil, con el celular en la mano, la mirada perdida en la alfombra persa que cubría el suelo. En mi oído, el eco de la voz de Adrian —cálida, sincera, envenenada— se repetía como un mantra macabro.
La generala que había en mí, la estratega fría que había diseñado la trampa junto a Xander, debería haber sentido la satisfacción de la victoria. El anzuelo estaba en el agua. El enemigo había mordido. Nuestro plan, nuestro arriesgado caballo de Troya, estaba en marcha. Pero la mujer que habitaba mi cuerpo no sentía triunfo. Sentía un asco profundo, un autodesprecio tan amargo que me revolvió el estómago.
Vi el reflejo de mi rostro en la pantalla oscura del celular. Era una máscara. Una construcción de hielo y acero que ocultaba a la mujer que temblaba por dentro. Había engañado a mi amigo más antiguo, al hombre que había sido mi hermano. Había usado veinte años de historia, de