La calma que precede a una batalla es un tipo de silencio diferente. No es paz. Es el aire conteniendo la respiración, el instante suspendido antes del estruendo. Y esa era exactamente la atmósfera que se respiraba en mi penthouse, que se había convertido en nuestro centro de mando. Habían pasado veinticuatro horas desde que escuchamos la grabación de la traición de Adrian. Veinticuatro horas en las que Ivy y yo apenas habíamos dormido, trabajando codo con codo, convirtiendo su dolor y mi furia en una estrategia fría y metódica.
Ella estaba sentada en el sofá, con una tablet sobre sus rodillas, revisando los planos del servidor señuelo que mi equipo técnico había preparado durante la noche. Llevaba una de mis sudaderas grises y el pelo recogido en un moño desordenado. Se veía agotada, pálida, con sombras oscuras bajo los ojos que me apretaban el pecho con una culpa helada. Pero en su mirada había una luz febril, una concentración tan intensa que parecía arder. La generala estaba en su