La primera luz del amanecer se coló por las rendijas de las persianas, trazando líneas doradas sobre las sábanas de seda gris. Me desperté lentamente, no por el sonido de una alarma, sino por una extraña sensación de quietud. Por primera vez en meses, mi mente no era un enjambre de amenazas y listas de tareas pendientes. Estaba en calma.
Giré la cabeza sobre la almohada. Xander dormía a mi lado, su rostro sereno, despojado de la máscara de control que llevaba durante el día. Un mechón de su cabello castaño caía sobre su frente, y su respiración era un murmullo profundo y constante. Su brazo estaba extendido sobre mi cintura, un ancla pesada y cálida que me mantenía segura.
Anoche, después del beso, después de la rendición, no habíamos hablado mucho más. Las palabras parecían innecesarias, torpes. Simplemente me había guiado de vuelta a su habitación, y nos habíamos acostado, uno al lado del otro, en un silencio que no era incómodo, sino reverente. Nos dormimos así, sin más contacto qu