La pantalla se iluminó para ver el mensaje entrante: “Perdóname”.
Arqueé la ceja, confundida. Abrí el mensaje para ver el remitente. Era de Adrian.
Me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano, mientras las puertas del ascensor se cerraban y comenzaba el lento descenso. La palabra rebotaba en mi mente, vacía de contexto, pero cargada de un peso ominoso.
Perdóname.
¿Perdón por qué? ¿Por su preocupación? ¿Por no haber insistido más? ¿O por algo que yo aún no sabía?
Un general no deja un flanco expuesto. Y Adrian, mi aliado más leal, mi refugio seguro, acababa de convertirse en una variable desconocida, en un signo de interrogación en medio de mi campo de batalla. La certeza que había encontrado en la azotea se vio empañada por una nueva y punzante incertidumbre.
Al llegar al vestíbulo, no me detuve. Caminé directamente hacia la salida y entré en mi apartamento. No me quité el abrigo. No dejé el bolso. Simplemente me quedé de pie en medio de la sala, con el teléfono aún en la mano. La