El ascensor se detuvo con una sacudida suave. Las puertas metálicas se abrieron, revelando no el pasillo de mi apartamento, sino el cielo nocturno y abierto de la ciudad. El viento me golpeó de inmediato, frío y afilado, colándose bajo mi ropa, llevándose consigo el calor artificial del edificio y dejándome con el frío de mis propios huesos, y de mis pensamientos.
La azotea estaba desierta. Era un paisaje de cemento y antenas, un mundo suspendido sobre el murmullo distante del tráfico. Caminé con pasos lentos, casi mecánicos, hacia la barandilla de seguridad que bordeaba el precipicio. Abajo, la ciudad era un tapiz de luces parpadeantes, un organismo vivo y ajeno a la tormenta que se libraba dentro de mí.
Me apoyé en el metal frío, sintiendo la vibración de la estructura bajo mis manos. El aire era gélido, pero lo agradecí. Necesitaba algo real, algo que me anclara a la tierra mientras mi mundo interior se deshacía.
“Incluso si eso significa protegerlo de su propia madre”.
Las palabra