EMILIA
Me quedé en silencio.
Sus palabras seguían flotando en el aire como humo espeso, envolviéndome, asfixiándome. “Jamás te he sido infiel”, había dicho, con esa voz ronca y temblorosa que no conocía de él. No como esposo. No como hombre, sino como alguien comprometido a. . . ¿Amarme?
Sus caderas presionaban las mías, y su ere**cción hablaba de todo lo que había callado por años. Me deseaba, podía sentirlo, y mi cuerpo gritaba tan fuerte por él, que sentí la tela de mi tanga húmeda. Era como un secreto maldito que me había estado guardando. Sus ojos me atravesaban como cuchillas, y su cuerpo era un incendio contenido.
Pero yo ya me había quemado. Y sabía lo que dolía.
Mi corazón latía con una fuerza brutal. Mi cuerpo lo deseaba. ¡Maldita sea, lo deseaba! Lo miré a los ojos, por primera vez, de cerca.
Me armé de valor y lo atraje hacia mí rodeándolo con mis brazos para plantarle un beso. Esta vez era yo la de la iniciativa. No lo hice por deber. Devoré su boca por furia, con un sal