El centro de convenciones de Miami destellaba con el brillo de las arañas de cristal, un torbellino de voces y risas que envolvía a los asistentes en una danza de prestigio. Pero para Diego Rivera, el mundo se había detenido, atrapado en la visión de una mujer al fondo del salón. Valeria Cruz. Después de cuatro años de búsqueda desesperada, de detectives que regresaban con promesas vacías, de noches en las que su nombre era un eco de agonía, su presencia lo golpeó como un relámpago, dejándolo sin aliento, sin suelo bajo los pies.
No podía ser real. Su mente, agotada por años de espejismos, se negaba a aceptarlo. Había recorrido el mundo tras su sombra, gastado fortunas en investigadores, revisado cada pista hasta el agotamiento, y nada. Valeria había desaparecido como un susurro en la tormenta. Pero allí estaba, más radiante que nunca, una figura esculpida en elegancia y fuego. La falda lápiz beige delineaba sus caderas con una precisión que parecía desafiar la gravedad, cada movimien