Valeria Cruz atravesó el vestíbulo del centro de convenciones de Miami como si huyera de un incendio. Su corazón latía con una furia desbocada, cada paso un eco de la pasión que Diego Rivera había reavivado en la penumbra de la escalera de emergencia. Intentó mantener la fachada de serenidad cuando sus ojos se encontraron en el salón, pero en su interior rugía un huracán. La imagen de Diego —sus ojos avellana encendidos de anhelo, su voz rota por años de búsqueda— había desatado un torbellino de deseo y recuerdos. Pero más allá de la llama que la consumía, estaban sus hijos, Sofía y Gabriel, los mellizos que llevaban el rostro de Diego en cada risa, en cada mirada. Ellos eran su ancla, su verdad, y el secreto que la ataba a una vida de sombras.
El beso de Diego había sido un relámpago, un asalto a su alma. Sus labios, hambrientos y desesperados, habían despertado un ansia que ella creía enterrada. Por un instante, se había dejado llevar, su cuerpo rindiéndose al calor de sus manos, al