El sol de Miami se derramaba sobre el parque como un manto dorado, tejiendo reflejos en los senderos de grava y los columpios que danzaban al compás de una brisa salada. Diego caminaba junto a Carmen, su madre, con el pequeño Mateo aferrado a su mano, sus pasos cortos y desordenados marcando un ritmo inocente. El aire llevaba un perfume de hierba recién segada y sal marina, entrelazado con la esencia amaderada de Diego, un aroma que parecía anclarlo al presente mientras su alma vagaba hacia Valeria. Carmen, con su moño plateado perfectamente recogido y sus ojos oscuros escudriñando el horizonte, avanzaba con una postura tensa, como si presintiera que el día traería un destello de verdad.
Bajo la sombra frondosa de un flamboyán, Diego divisó una escena que le robó el aliento: Clara, la niñera, empujaba un columpio donde una niña de rizos oscuros reía con un gozo puro. A su lado, un niño de facciones gemelas corría tras una pelota, sus mejillas encendidas por la emoción. Diego sintió un