El sol de julio abrasaba las calles de Miami, pero en el interior del centro de convenciones, el aire acondicionado envolvía a los asistentes en un abrazo gélido. El murmullo de voces, el tintineo de copas y el roce de trajes impecables llenaban el salón, donde los mejores cirujanos del mundo se reunían en un congreso médico de prestigio. Diego Rivera, con su traje azul medianoche que abrazaba su figura atlética, era el centro de las miradas. Cuatro años de trabajo incansable lo habían convertido en un titán de la cirugía ortopédica, un innovador cuya fama resonaba desde Nueva York hasta Tokio. Hospitales y centros médicos pujaban por él, ofreciendo fortunas, pero Diego apenas prestaba atención. Su corazón seguía atrapado en un recuerdo, en unos ojos almendrados que no había vuelto a ver desde aquella noche en San Juan, cuatro años atrás, cuando Valeria se desvaneció como un suspiro.

A su lado, Ramírez, su amigo y colega, sostenía una copa de vino, sus bromas intentando arrancar una s