22. La llama que nunca se extingue
El amanecer tiñe de oro la ciudad, pero en mi interior todo sigue sumido en la penumbra. Tras días de búsqueda incesante y noches llenas de dolor, finalmente llegué a un pequeño centro comunitario en el que, según rumores, Lena había sido vista. Mi corazón, aún marcado por la ausencia de su recuerdo, late con la fuerza de mil promesas rotas. No podía rendirme; cada instante sin ella me recordaba lo que habíamos vivido, lo que habíamos jurado jamás olvidar.
Al entrar al centro, la cálida luz de un reloj de pared y las risas de algunos niños jugando contrastaban fuertemente con la soledad que sentía. Caminé entre la gente sin intención, mis ojos siempre alerta en busca de aquel rostro que me había sido arrancado de la memoria colectiva. Allí, entre una multitud de desconocidos, la vi sentada en un banco del pequeño parque interior del centro comunitario. Su mirada estaba perdida en un libro, pero había algo en su semblante que me hizo detener en seco.
—Lena… —dije en voz baja, casi co