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Capítulo 3 —Ya lo conozco

Capítulo 3 —Ya lo conozco

Narrador:

La mañana amaneció demasiado tranquila para haber sobrevivido a una tormenta.

 Lucía despertó con los rayos del sol filtrándose entre las cortinas de lino y una sensación que no supo colocar en ningún lugar del cuerpo. No era resaca ni cansancio. Era otra cosa. Algo que latía bajo la piel, recordándole que había hecho, o permitido, algo que no debía.

Se incorporó despacio. El vestido de la gala yacía en una silla, arrugado, con un leve olor a humedad. Lo miró un largo rato, como si esperara que el aire le contara cómo había terminado ahí. Cerró los ojos un instante y la escena regresó: el ruido de la lluvia, el vidrio empañado, una voz ronca, unos labios que no olvidaría aunque pasaran mil años; Rodrigo.

La palabra seguía resonando con un timbre que no era culpa ni gloria, sino algo a medio camino entre ambos.

Se levantó, fue al baño, se mojó la cara. El espejo le devolvió una imagen que no reconoció del todo. Había en sus ojos un brillo distinto, una mezcla de susto y fascinación.

 —Estás loca —se murmuró, pero el reflejo no pareció muy convencido.

Cuando bajó al comedor, la casa olía a café recién hecho y pan tostado. El ambiente era demasiado pulcro, demasiado controlado. Leonardo estaba en la cabecera, leyendo el periódico como si el mundo no se hubiera movido un centímetro desde la noche anterior.

 —Dormiste bien —dijo él sin levantar la vista.

 —Sí, un poco agitada por la tormenta —respondió Lucía, intentando sonar casual.

 —Rodrigo también anda por ahí. No sé cómo puede madrugar después de tantos años fuera de casa.

 La taza de café tembló levemente en sus manos.

 —¿Rodrigo? —repitió, fingiendo una curiosidad ligera.

 —Mi hermano. No te conté mucho de él, ¿verdad? —Leonardo dobló el periódico y la miró —Fue una noche inesperada. Apareció sin avisar, como siempre hace las cosas.

 Lucía forzó una sonrisa.

 —Entonces ya está de vuelta.

—Por poco tiempo, espero —dijo él, con un deje de ironía —Rodrigo es… complicado. Ya lo vas a conocer mejor.

“Ya lo conozco”, pensó ella, y el corazón le dio un vuelco.

Antes de poder responder, escuchó pasos detrás de ella.

 La voz llegó antes que la figura.

 —Buenos días —dijo él, con un tono calmo y educado, pero con ese filo invisible que solo ella podía sentir.

 Lucía giró despacio, y el aire se le atascó en la garganta.

 Rodrigo estaba allí, perfectamente vestido, el cabello seco, la sonrisa serena. Parecía otro, y al mismo tiempo el mismo hombre de la noche anterior.

Leonardo se levantó con alegría fingida.

 —¡Hermano! Ven, siéntate. Lucía, te presento oficialmente a Rodrigo Salvatierra.

 Lucía hizo una reverencia cortés, como si lo viera por primera vez.

 —Un placer —murmuró.

 —El placer es mío —respondió él, sin apartar la mirada —Anoche no tuvimos ocasión de presentarnos bien.

 La frase flotó entre ellos, cargada de significado. Leonardo no notó nada, ocupado en servirle café a su hermano.

Durante el desayuno, Lucía apenas probó bocado. Rodrigo hablaba con naturalidad de viajes, de su regreso, de lo mucho que había cambiado la ciudad. Cada vez que reía, el sonido la estremecía. Cada vez que él levantaba la vista del plato, la atrapaba sin esfuerzo.

 Y sin embargo, ninguno rompió el papel asignado: ella, la prometida impecable; él, el hermano pródigo. Solo el silencio que quedaba entre frase y frase tenía vida propia.

Cuando Leonardo se levantó para atender una llamada, el aire cambió.

 Rodrigo dejó la taza sobre el plato con un leve tintineo y apoyó los codos en la mesa.

 —¿Dormiste bien? —preguntó en voz baja.

 Lucía lo miró, fingiendo desinterés.

 —Perfectamente.

 —Qué suerte. Yo no pude —dijo él, y sus palabras se deslizaron lentas, casi como una confesión —Cada vez que cerraba los ojos, me venía a la mente una imagen… una mujer de ojos claros, empapada, que me juró que no iba a besarme.

 Lucía sintió cómo se le apretaba el pecho.

 —Debe tener muy buena imaginación —respondió, sin mirarlo.

 —O memoria —dijo él, apenas sonriendo.

En ese momento volvió Leonardo, rompiendo el hechizo.

 —Lucía, mi madre te espera en el salón. Quiere hablar de los arreglos de la boda. Rodrigo, ¿te quedás a almorzar?

 —Por supuesto —respondió Rodrigo sin apartar los ojos de ella —Me quedo todo el tiempo que haga falta.

Lucía se levantó con una sonrisa tensa, sabiendo que cada paso hacia el salón era un intento inútil de alejarse de algo que ya la había alcanzado.

El resto del día fue una coreografía de apariencias: pruebas de menú, vestidos, flores, saludos. Pero en cada rincón de la mansión, sentía la presencia de Rodrigo. Lo veía de lejos hablando con los invitados, lo escuchaba riendo en el patio con una copa en la mano, lo sentía observándola incluso cuando no podía verlo.

Al caer la tarde, salió a tomar aire al jardín, buscando el único lugar donde la gente no fingía. El cielo aún tenía resaca de la tormenta.

 —¿Otra vez huyendo? —preguntó una voz detrás.

 Lucía no se giró.

 —No sabía que estuviera prohibido respirar.

 Rodrigo caminó hasta quedar a su lado.

 —No está prohibido. Solo me pareció curioso que eligieras el mismo lugar para esconderte.

 —No me escondo.

 —Claro —dijo él, sonriendo con la boca pero no con los ojos —Solo huyes cuando te miro.

 Lucía lo miró entonces, con esa mezcla de rabia y deseo que no sabía contener.

 —Usted y yo no tenemos nada de qué hablar.

 —Mentira —replicó él, acercándose apenas —Tenemos todo por hablar. Pero si te hace sentir mejor, podemos seguir fingiendo.

 —¿Qué quieres de mí?

 —Nada que no hayas querido anoche.

Lucía contuvo el aliento. Rodrigo sonreía, pero sus ojos tenían un destello de algo más: dolor, deseo, peligro, quién sabe.

 —Esto es una locura —dijo ella.

 —Sí. Pero las mejores cosas suelen serlo.

Por un momento nadie habló. El viento se llevó el resto de la tarde, y solo quedó el silencio entre ellos. Lucía dio un paso atrás, y él no la siguió.

—Te vas a casar con un hombre que no te mira así —dijo Rodrigo finalmente —Y eso, Lucía, va a ser tu verdadera condena.

Ella lo miró, temblando, incapaz de responder. Y cuando por fin se atrevió a marcharse, supo que no había escapatoria posible: el deseo ya tenía nombre, apellido y un pasado del que nadie la salvaría.

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