Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 2 —El invernadero
Narrador:
El trueno estalló tan cerca que hicieron una mueca al mismo tiempo. Algunas luces de la casa parpadearon a lo lejos; un segundo después, todo el jardín quedó a oscuras. El invernadero resistió con una lámpara vieja, amarilla, que crujió y se mantuvo viva como por orgullo. Fue suficiente para que él la mirara de frente. A esa distancia, Lucía notó el corte fino en el pómulo izquierdo, apenas cicatrizado, y una vena obstinada latiéndole en el cuello.
—No debería estar aquí —murmuró, más para sí que para él.
—Entonces es exactamente donde debe estar.
—No me conoce.
—No hace falta —dijo—. Hay cosas que se saben sin pedigrí.
Lucía odiaba y amaba esa frase. Odiaba que la ubicara en el lugar del capricho. Amaba que la sacara del guion. Él levantó la mano, pero no a su rostro. A la camelia. Apartó la maceta un poco para que la gota no la siguiera golpeando. El gesto fue mínimo, casi doméstico. A ella le bastó. Un cable se tensó entre los dos. Lo que vino después fue absurdo y necesario.
—No voy a besarlo —dijo, con voz firme.
—Claro —asintió él—. Quédate tranquila.
—Estoy tranquila.
—Se nota.
La sonrisa que siguió fue insostenible. Ella la cortó con el único recurso que le quedaba: respirar. Uno, dos, tres. Cuando abrió los ojos, él seguía ahí, inmóvil, ofreciéndole una salida que no quería y una caída que ya estaba en curso. Lucía se acercó un centímetro. Él no se movió. Se acercó otro. El aire entre ambos se volvió un lugar donde vivir. Fue ella quien lo tocó primero, con el dorso de los dedos contra la línea de la mandíbula, como si comprobara una temperatura. Él cerró los ojos un instante, breve, y ese instante la arrastró.
El beso no fue torpe ni medido. Fue una respuesta aguardando forma. Rodrigo la tomó por la cintura con fuerza, la acercó hasta que el aire entre ellos se volvió un espejismo, y el roce de sus labios estalló como una descarga contenida.
Lucía sintió el sabor de la lluvia mezclarse con el de su boca, el leve temblor de su respiración cuando él la profundizó, deslizando la lengua con la precisión del que no pide permiso, sino que reclama. La suya respondió con la misma hambre, torpe al principio, ansiosa después, siguiendo el ritmo que él imponía sin palabras. El primer toque húmedo le arrancó un gemido breve, como si el cuerpo se adelantara a su conciencia
La lengua de Rodrigo la acarició con lentitud, la rozó, la empujó a corresponder, hasta que el beso dejó de ser un gesto y se volvió necesidad. La humedad compartida creció, tibia, salada, deliciosa. Ella gimió, apenas un suspiro contra sus labios, y eso bastó para que él la apretara más contra su pecho.
Sus manos empezaron a explorarla sin prisa: subieron por su espalda, rozaron la curva de su cuello, el contorno de su mandíbula. Cuando sus dedos se hundieron en el cabello de Lucía, él inclinó su cabeza y la besó más hondo, más lento, como si quisiera memorizarle el sabor.
Ella lo sintió recorrerle la boca, marcarle el pulso con cada caricia húmeda, y enloqueció un poco. Lo mordió con suavidad, lo atrajo hacia sí, y el roce de sus cuerpos se volvió tan urgente que la lluvia afuera dejó de importar. El mundo, reducido a ese rincón y a su respiración entrecortada, crujía alrededor como si también se rindiera.
Y cuando la lámpara volvió a emitir su quejido eléctrico, Lucía comprendió que no era la tormenta la que la estremecía, sino el incendio que Rodrigo le había encendido adentro.
—No —dijo, apenas—. No.
—¿Porque no? —preguntó él, con ternura insospechada.
—Tengo que irme.
—Espera.
—Debo hacerlo, que no es lo mismo que querer.
Otro relámpago quebró la noche. Desde la casa llegaron voces, el timbre nervioso de alguien dando órdenes. El mundo se estaba rearmando. Lucía retrocedió un paso y buscó los zapatos sin mirar. Él se agachó primero, los recogió y se los acercó. Ella los tomó, pero no se los puso.
—No sé tu nombre —dijo, y sintió la urgencia del dato como si fuera una cuerda a la que aferrarse o cortar.
Él bajó la vista a sus labios un segundo. Después, alzó la cabeza. No cambió el tono, pero cambió el peso de la voz.
—Mañana me vas a ver —dijo—. Y no vas a necesitar que te lo diga.
La frase la golpeó con una certeza que la asustó. No preguntó más. Empujó la puerta, dejó que la lluvia la azotara un instante y atravesó el jardín descalza, con los zapatos colgando de los dedos. El césped estaba frío. El cielo, desatado. Antes de llegar al toldo principal, se detuvo, volvió la cabeza y lo buscó con la mirada. Él seguía en el invernadero, la mano en el marco, la lámpara amarilla detrás recortándolo como una promesa que no tenía forma todavía.
Lucía cruzó el umbral de la mansión y el mundo volvió a su volumen habitual: el murmullo de los invitados, el crujido de mantel y plata, el zumbido de un generador. Un empleado le acercó una toalla, otra persona le preguntó si estaba bien, alguien más la llamó por su nombre con esa urgencia microescénica que domina los eventos. Ella asintió, dijo sí, dijo gracias, dijo es solo la lluvia. Caminó pasillo adentro, subió dos escalones, dobló a la derecha.
Leonardo apareció desde la sala contigua con el gesto preocupado y perfecto.
—Te estaba buscando —le dijo, tomándole los codos—. ¿Dónde te metiste?
—En el jardín —dijo ella, simple—. Hubo… demasiada gente.
—Lo sé. Ven, están todos inquietos por el corte. No te vayas lejos otra vez, ¿sí? —La besó en la frente. Olía a colonia cara y a control. Lucía asintió y, por un segundo, pensó que todavía tenía tierra en los dedos. Mientras Leonardo la cubria con su abrigo —Ten, estas algo mojada, no sea cosa que te resfríes.
Cuando miró hacia la puerta del salón, vio entrar a varios más, sacudiéndose el agua del traje. Uno, dos, tres… y él. Caminaba con otra gente, riéndose de algo, el cabello aún húmedo. No buscó a nadie con la mirada. No hizo falta. El aire se partió en dos. Lucía se quedó quieta, con el corazón en la garganta, mientras la distancia se acortaba por sí sola. Alguien dijo su nombre; alguien dijo el de él. La palabra llegó como un golpe suave, inevitable, que no podía desoír.
Rodrigo.
Lucía no respiró durante un latido. No lo necesitó: ya sabía que esa era la clase de nombre que no se olvida aunque intentes. No levantó la mano, no dijo nada. Se limitó a mirarlo pasar y a quedarse con la única certeza posible: la tormenta no había empezado afuera. Había empezado en ella. Y no tenía ninguna intención de agotarse pronto.







