Yanet estaba sentada en su oficina, balanceándose en la silla mientras su mente vagaba lejos. Ver a Genoveva esa mañana arruinó su ya amargo humor.
Recordó lo cruel que había sido aquella mujer con ella, y por la manera en que Genoveva le habló hoy, estaba segura de que el odio seguía intacto.
Pasó por el infierno en manos de Genoveva, y no iba a permitir que esa mujer la rompiera otra vez. Ya no era la Yanet a la que la gente podía pisotear, ya no era la esposa marioneta que siempre era controlada y obligada a hacer cosas que no quería, ya no era la esposa tímida que vivía temiendo la ira de su suegra.
Los pensamientos de Yanet se volvieron feroces, sus ojos brillaron con determinación. Se había reconstruido a sí misma, ladrillo a ladrillo, tras la devastación de su divorcio. Había redescubierto su fuerza, sus pasiones y su sentido de valía.
Habían quedado atrás los días en que tenía que esforzarse para complacer a los demás. Ahora vivía para sí misma y para su pequeño rayo de sol.
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