Para cuando mi madre terminó su desayuno, el sol ya estaba alto. Quería que se sintiera cómoda, que viera todo lo que la vida tenía para ofrecer. Así que me quedé en la entrada del ala este, observándola mientras se ajustaba el chal.
—¿Lista para la visita? —pregunté, intentando sonar alegre.
Se giró hacia mí; su expresión era, como siempre, indescifrable. —¿Visita?
—Sí —dije con una sonrisa—. Todavía no has visto el resto de la finca. Es impresionante.
Emitió un leve murmullo, entre un suspiro y un resoplido. —Si insistes.
La guié por el largo pasillo.
—En este pasillo cabría mi casa entera dos veces —murmuró mi madre.
Solté una risita. —Lo dices como si fuera algo malo.
—Lo es —dijo secamente—. Nadie necesita tanto espacio. Podrías perder a un niño aquí dentro y no darte cuenta hasta la cena.
Decidí no comentar nada. En cambio, señalé las puertas dobles que teníamos delante. —Aquí se llega a la biblioteca.
Al abrirlas, un tenue aroma a papel viejo y madera de cedro inundó el aire. E