36.

El camino de regreso al apartamento fue más silencioso de lo habitual. Había terminado mis escritos del día, había entregado las notas finales al editor, y aun así sentía que mi mente estaba atrapada lejos de cualquier cosa que pudiera llamarse tranquilidad. Caminaba con la bufanda apretada contra mi cuello, como si ese trocito de tela pudiera protegerme del torbellino que llevaba dentro.

Gavin.

Siempre Gavin.

Su nombre era como un eco constante detrás de mis pasos. No quería buscarlo, pero cada vez que entraba a un café o giraba por un pasillo del edificio editorial, mis ojos se movían por pura inercia, escaneando el lugar con la esperanza —o el miedo— de encontrarlo allí.

Era un castigo extraño: desear verlo y, al mismo tiempo, huir de él con todas mis fuerzas.

Gavin había sido mi paz cuando más lo necesitaba, pero también la parte de mi vida que William nunca quiso aceptar. Y yo… yo cargaba con la culpa de haberlo herido, de haberle pedido que se alejara cuando lo único que él habí
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