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l camino de regreso a casa se sentía extraño, como si mis pasos no pertenecieran a la tierra que estaba pisando. Mateo caminaba a mi lado, sosteniendo la correa improvisada hecha con su bufanda para el perro que habíamos encontrado. El animal nos seguía dócilmente, moviendo la cola cada vez que Mateo giraba la cabeza para mirarlo.

Pero mi mente estaba lejos, atrapada entre dos nombres: Gavin y Frans.

Entre el pasado que me pesaba y un presente que surgía sin que yo lo buscara.

Cuando entramos a casa, Mateo corrió hacia la sala, riendo mientras Dulce —así había decidido llamarla— lo seguía con entusiasmo. Yo cerré la puerta despacio, apoyando la espalda contra ella. Mi respiración estaba agitada; sabía que esta noche no escaparía del peso de mis pensamientos.

“¿Mamá, puedo darle un nombre por ahora? Solo por hoy,” gritó Mateo desde la sala.

“Sí, amor. Elige el que más te guste,” respondí con voz distraída.

“¡Dulce! Porque es muy tierna.”

Sonreí. “Muy bien. Dulce será.”

El perro ladró u
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