Léa
Son cerca de las ocho cuando llega Inès.
No dice nada. No hace preguntas. Simplemente me abre la puerta y me espera, motor encendido, calefacción al máximo.
Me siento a su lado, empapada, helada, exhausta. Tengo la sensación de haber dejado una parte de mí en esta noche. Como si la lluvia hubiera lavado mi piel hasta hacerla desaparecer.
Nadie habla. Y quizás eso es lo que más me gusta de ella.
Ese silencio que sabe llenar con una presencia completa. No es un silencio incómodo, ni un silencio de espera. Un silencio de aquellos que comprenden. Que acogen. Que envuelven.
Fijo la carretera a través de la ventana empañada mientras ella conduce. El día amanece, tímidamente. Todo parece gris. El cielo. El asfalto. Mi corazón.
No he dormido. Ni un minuto. Tengo frío hasta los huesos, e incluso el interior de mí parece empapado.
Pienso en sus ojos, en Maxime, en la manera en que me miró. O más bien… en la manera en que eligió no hacerlo.
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Inès
— ¿Quieres venir a mi casa?
Ella