Empecé a comprender bien a Waldo, su humor, su vehemencia, su forma de ser a veces taciturno, enamorado de la Luna y la quietud de la noche, otras ocasiones festivo, aullando eufórico, también de su pasión por las carnes crudas y su afán siempre de volverse un cánido cuando hacíamos el amor, en los momentos más excitantes e intensos nuestros en la cama, bajo los edredones. Su humor era muy extraño, a veces igual si estuviera midiendo el tiempo, las distancias o sumergiéndose en el vacío y otras queriendo hacerlo todo prisa, vehemente y febril, tratándome como a su presa. En ocasiones, después de hacer el amor, él se quedaba en la azotea, tumbado en una perezosa, mirando las estrellas hasta muy tarde en la noche.
-¿Te gusta mucho la noche?-, me intrigaba llevándole café humeante. A él le encantaba mucho el café.
-La noche lo tiene todo, es enigmática pero hipnótica, bella pero traicionera-, me dijo. -En el día lo ves todo, la noche, en cambio oculta sus emociones, por eso