Waldo estaba encantado conmigo, seducido por mi figura tan sexy, bien pincelada, llena de magia y también erotismo. Yo me había vuelto una postal de placer y sensualidad, con mis infinitas curvas a su alcance, mis senos inflados como grandes globos aerostáticos y los pelos resbalando por mis hombros igual a cascadas delirantes y fantasiosas. Llevaba además la miradita tan dulce y tierna y la boquita sabrosa, pintada de rojo, que enmarcaba mi risita pícara y traviesa, disfrutando de ese momento tórrido y candente en brazos de mi amante. Mis pechos permanecían empinados como colinas enormes y yo era una gran bola de fuego, chamuscando lo más profundo de mis entrañas.
Waldo ya se había apoderado de mis sensuales y sinuosas carreteras, las caderas anchas y mis glúteos grandes, firmes y redondos que tanto le encandilaban a él. En realidad mi enamorado estaba obnubilado en ese paraíso interminable que era mi anatomía, de infinitos tesoros y rincones maravillosos que iba conquistando