Una hora después, estacionamos en un lugar alejado y oculto del mundo. El mismo al que unos meses antes trajimos al maldito reverendo y el que se convertirá en la última morada de este hijo de puta. Lo sacamos del auto y lo llevamos al interior de la cabaña abandonada y desvencijada que está ubicada cerca de la bahía. Lo sentamos en una de las sillas y lo atamos a ella.
―Despiértalo, Rob ―le indico al encender la lámpara―, necesito que el bello durmiente abra sus ojos y sea consciente del destino que le espera.
Mi compañero coge uno de los baldes y lo llena con suficiente agua para luego lanzársela encima al miserable. Este despierta entre jadeos de ahogo y miedo.
―¿Qué…? ―escupe el agua por sus orificios nasales―. ¿Qué demonios están haciendo? ―observa alrededor cuando logra aclarar su visión y se caga del miedo al darse cuenta de lo que está sucediendo―. No puedes hacer esto, Reeves ―indica con la voz temblorosa―, soy un senador del congreso y gozo de inmunidad diplomática ―alzo una