Capítulo 2 - En un país nuevo

 Diez años atrás…

Vamos rumbo a otro país. Mis padres decidieron probar nuevas tierras, la abuela dijo nuevos horizontes. Por eso íbamos en un avión a cambiar de cultura, idioma, por ello aceptaron emigrar, y a mí no me quedó más que aceptarlo. En la compañía donde papá trabajaba lo ascendieron por sus logros, eso implicó radicarnos en los Estados Unidos.

Para ellos fue motivo de alegría, al igual que para mis abuelos maternos, era con quienes compartíamos mucho. Cada ocho días era sagrado irnos a la finca vía Ciénaga de Oro. Vivíamos en la mejor ciudad de Colombia, en Montería. Una tierra mágica, lo digo, sostengo y hago alarde de ello.

No había otra región más bella que el lugar donde nací. El abuelo Henry siempre decía: quien reniega de las raíces entonces era una mala cría. A él le debía el amor por la tierra, la música, el amor por la tierra mojada, el despertar del campo, me gustaba verlo ordeñar las vacas.

Era costumbre pasar por la cocina donde la abuela Rosalba, quien me entregaba un pocillo de plástico con café recién hecho, luego corría hasta llegar a los corrales para que el abuelo echara un poco de leche recién ordeñada. A los segundos llegaba mi bella abuelita con una galleta de limón.

Al fondo se escuchaba el repertorio del abuelo, sus vallenatos clásicos y el porro sabanero. Eso iba a extrañarlo, a ellos, a esas mañanas cálidas, con brisas frescas por ser de madrugada, ver el despertar del campo.

—Cata, ¿vas bien? —afirmé. Mamá me miró—. Verás que harás muchos amigos.

—Si tú lo dices mami.  

Recordé cuando nos comentaron la propuesta del puesto en el nuevo trabajo; se veían felices, brincaron, se abrazaron, mamá lloró. A mis ocho años no creo que haga la diferencia en decisiones, esa tarde se formó el bololó. Y ahora debía aferrarme a los recuerdos con mis abuelos y mis amigas.

—Estarás en un colegio cercano, es mixto.

—Mamá… los niños se van a burlar de mí.

—Nada de eso.

No le dije nada. No era a ella a quien de quien se burlaban. El viaje lo organizaron muy rápido, cuando menos lo pensé, me vi esta mañana subiendo a un avión. El rostro de mi abuela bañado en llanto cuando nos fue a despedir, extrañaré tanto los fines de semana.

Era la única nieta, por ahora. No me ha regalado un hermanito, los he escuchado hablar de que se deben poner a trabajar en eso. También extrañaré los animales de la finca, como a la profesora Rosa, a mis amigas del colegio, espero poder hacer nuevos amigos. Tampoco tuve mucho tiempo para hacer una despedida, solo fueron con sus mamás, quienes son amigas de la mía, hubo muchos regalos, tarjetas, todo con la intención de no olvidarlas. Miré la foto que tenía en mi mano.

—Quedaron muy bonitas —comentó papá—. Las verás en vacaciones.

Mamá nos tomó esa foto donde posamos las siete, era la gordita de la gallada. Apoyé mi cabeza en el hombro de papá, íbamos rumbo a Atlanta. Miraba la foto, mamá ajustaba el cinturón de seguridad, debió ponerme una extensión para aflojar un poco más de lo normal, era uno de los problemas de ser gordita.

—Son gorditos de amor —sonreí ante el comentario de papá.

—Mucho amor. —mamá me dio un beso en la frente.

En la foto mis amigas quedaron lindas, mientras yo… Era bastante rellena para no decir otra palabra. Ellas siempre me defendieron en más de una ocasión, pero eso no quitaba la sensación interna de no ser como las demás.

Mi dentadura tampoco ayudaba, la ortodoncia será a los trece años, en esa edad podría ponerme los Brackets. Mi madre era bellísima, yo era distinta, a mí me gustaba comer mucho, otra cosa por extrañar.

—¿Cuántas horas estaremos aquí?

—Varias mi amor.

—Y darán comida —ambos se echaron a reír.

—Sí, si te da mucha podemos comprarte. —sonreí.

Una conversación de papá con el abuelo, los escuché decir; «acá no se desayuna, yuca, no hay suero, tampoco es común el plátano», por ende, no comeré cabeza e’gato, ni los patacones, el queso no creo que sea como el hecho por la abuela, se me agua la boca de solo recordarlo; era harinoso, ¡eso sí será una tortura!

El viaje lo sentí largo, dormí la mayor parte del vuelo, y al despertar comía. Papá hablaba inglés perfecto igual mamá, según ellos yo también lo chapoteaba más o menos bien. Esa era una de las ventajas de estar en una familia donde se impulsa el salir adelante.

Siempre he estado en clases personalizadas. Al aterrizar alguien de la empresa nos esperaría para llevarnos a la nueva casa.  La nueva casa por los siguientes diez años, ese era el tiempo del contrato firmado por el señor Luis Suárez.

Las decisiones las tomaban los grandes porque ellos son quienes saben de la vida, a uno solo le toca parar orejas a las conversaciones… ¡Aja! Para poder chismosear y saber lo que sucede.

—Hija, la casa es preciosa, espaciosa —afirmé—, Se encuentra en un barrio sano, tendremos nuevos vecinos, el trabajo de papá queda a unos treinta minutos, tu colegio queda mucho más cerca, puedes irte a pie.

—Se escucha bonito. Pero es una escuela mixta.

Temía adaptarme, yo no sabría cómo comportarme con niños, por mi timidez. Siempre he estudiado en colegio femenino. ¿A eso le tengo miedo?, ¡pues claro!, mis amigos de la cuadra solo sirvieron para burlarse y ponerme apodos, tengo colección como: buñuelo con patas, albóndiga, balón playero, choncha, nevera, ñoña, en fin. A eso debo sumarle que no tenía a mis amigas para defenderme. —No comentaron nada, solo se miraron. Un par de horas más el avión aterrizaba.

—¿Señor Suárez?, mi nombre es Aiko Lee, seré su guía mientras se ubica en su nueva casa y trabajo.

Era una mujer bajita, de cabello negro liso con rasgos asiáticos, a señora Samanta recelosa miró su mano izquierda, luego le sonrió, le ofreció la mano cuando la presentaron como la esposa.

—Samanta Páez —dijo, la señora Aiko le sonrió.

—Debe acostumbrarse, ahora la llamarán señora Suárez, debe adoptar el apellido de su esposo. —Mamá se sonrojó un poco. Papá tomó mi mano.

—Ella es nuestra hermosa, hija.

Hizo un gesto para que me presentara, el idioma lo entiendo mejor de lo que hablo, por nuestro acento golpeado, típico de nuestra región, hacía que se pronunciara diferente. Si mi madre se sonrojó yo sentí mi cara ponerse roja, debo verme como una esfera colorada.

—Soy Catalina Suárez Páez. —hablé, la señora se inclinó un poco.

—Es un placer.

Siguió hablando muy rápido, le captaba solo palabras, traté de llevar la conversación, pero era complicado. Los nervios me bloquearon. Mamá tomó mi mano al notar mi temor. Lástima que la opinión de los hijos no era importante para estos casos. A nosotros nos toca obedecer como buenos hijos.

Papá le dijo a mamá cuando ella mostró temor por mí, adoro a mi padre, me da todo lo que pido. Aunque era mi madre quien se quedaba a mi lado cuando enfermo, cuando veo una película de miedo con mis amigas y después no podía dormir, al buscarlos en la noche me meto en la mitad de ellos y en ese instante sentía que el mundo podía caerse, pero nada me pasaría.

Papá siempre sabía qué hacer, siempre lo resuelve todo. Sonreí, mientras miraba por la ventana a una inmensa ciudad muy diferente a la mía. Todo era para mejor, eso suele decir la abuela. ¿Qué tan diferente podía ser un nuevo colegio?

—La escuela es mixta —le decía la señora a mi mamá—. No usan uniforme, es una escuela pública a unas cuadras de su casa. Tiene buenas referencias, espero Catalina se adapte.

¡Y hasta ahí torció el rabo, la puerca! La poca tranquilidad se esfumó, mis padres se miraron, el ser gordita no era una carta que abra puertas.

—Mi hija es una guerrera.

¡Erda! Mi papá es mentiroso, yo no lo era. Acaso se les olvidó que venía de un colegio femenino, también eran consciente de las burlas de los niños.

» Catalina, ya eres una niña grande, ¿qué te he dicho?

—Que los Suárez podemos con todo.

—Exacto.

¡Erda! Como si esa frase fuera el escudo de un superhéroe, ¡la digo y ya!, eso era facilito decirlo porque a él no le dicen buñuelo con patas.

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