El beso de Alejandro no fue tierno. Se la estaba comiendo, con deseo, y fue mutuo. Ambos querían comerse y exteriorizar lo que sentían y lo que las palabras no podían decir. Alejandro estaba en una rotunda negación a la frialdad que Sofía intentaba imponer. Rompió la distancia que ella les hizo tener por tres días y su muralla la destruyó en el mismo instante en que sus labios chocaron con fiereza.
En el diminuto y oloroso cuarto de limpieza, bajo la luz de emergencia, el mundo se redujo al cuerpo de Alejandro contra el suyo. La boca de él era desesperada, reclamando lo que lo estaba volviendo loco, y tratando de arrancar la verdad que ella había escondido bajo sus ojos llenos de mentira. Sofía, a pesar de la advertencia de Gabriel, a pesar del riesgo de destrucción que pendía sobre sus familias, respondió el beso. La intensidad del anhelo reprimido de tres días la hizo colgarse de su cuello, devolviéndole el beso con una voracidad que la sorprendió.
Parecían dos personas que se querí