Después de la absurda muerte de su marido, la doctora Ruth Francis se entregó de lleno a su trabajo como médico rural. La llegada del nuevo médico en prácticas Micah North desequilibró su existencia. Ruth vio en él las cualidades de un buen médico, pero peseía también muchos de los rasgos más temerarios de su difunto marido. Siendo así, ¿cómo podía tener una relación íntima con él?
Leer másDespués de pasar una hora enfrascado en su trabajo, no se dio cuenta de lo asombrosa que era aquella mujer hasta el mismo momento de la despedda en la estación. Ella se encontraba ya en el tren, dispuesta a partir, tras el cristal de la puerta.
Su estatura debía rondar el metro ochenta y la cazadora que llevaba ceñida a la cinutra ocultaba sus hombros esbeltos y su pecho firme. El pelo le caía negro como el azabache por la espalda, aunque lo llevaba recogifo en una coleta. La severidad de sus pómulos contrastaba con la generosidad de sus labios gruesos, pero advirtió que apenas sonreía. Aquella mujer era más que una belleza.
-Gracias de nuevo, doctora; quiero que sepa que le ha salvado la vida -dijo.
Ruth Francis le dedicó una de sus escasas sonrisas.
-Cualquiera podría haberlo hecho; ha dado la casualidad de que estaba yo.
-Posiblemente, pero allí estaba usted y le salvó la vida. Que tenga un buen viaje.
Se oyó un agudo siltabo y el tren se movió bruscamente. El encargado de la ambulancia se apartó de la puerta y le dijo adiós con la mano. Ruth le devolvió el gesto, cerró la ventana y caminó a lo largo del pasillo hacia su asiento. Aquél era uno de los momentos en los que se sentía orgullosa de ser médico.
Afortunadamente el tren estaba medio vacío. El encargado de la ambulancia le había elegido una de plaza de ventanilla y había colocado su maleta bajo el asiento. Ruth colocó su maletín sobre la mesa abatible y, después de quitarse la cazadora, se sentó y exhaló un suspiro. Aquella última hora había sido agotadora y necesitaba un momento de respiro.
Una fuerte tormenta de agua caía sobre la gris ciudad del norte. Contempló el paisaje industrial que pasaba frente a sus ojos con rapidez. Probablemente había sido la lluvia lo que la había hecho retrasarse hacía tan sólo una hora.
Un taxi la había dejado justo a la puerta de la estación y había corrido buscando abrigo. Pensó que tal vez tuviera tiempo de tomarse un café. A pesar del fuerte golpear de la lluvia sobre la mampara de la entrada a la estación, oyó el chirrido de los frenos de un coche en la calle. El silencio que se produjo a continuación fue desolador. Empujó una de sus dos maletas contra la pared y corrió bajo la lluvia hacia el asfalto.
Al otro lado de la calle había un coche viejo atravesado y cerca de él una bicicleta de montaña. La rueda delantera estaba totalmente destrozada pero la de atrás rodaba lentamente suspendida en el aire. Frente al coche, se había reunido un grupo de gente asustada y curiosa.
Ruth miró en ambos sentidos antes de cruzar la calle, pues sabía que no era el mejor momento para cometer una imprudencia y, cuando llegó al coche, miró en su interior. El conductor, un hombre de mediana edad, parecía atontado por el golpe, pero no corría peligro. Se dirigió hacia el grupo de gente y se abrió paso con decisión.
-Déjenme pasar, soy médico -había dicho sin miramientos.
Reaccionando ante el tono de autoridad, la gente le abrió paso. La víctima había sido un hombre joven que yacía en el suelo boca arriba y junto a él había otro hombre arrodillado. Antes de agacharse ella misma, Ruth reconoció el cuerpo del muchacho que estaba tendido en la calle. Tenía el pantalón roto y la pierna izquierda sangraba, aunque no en abundancia. Con una nota de pánico en su voz, el hombre arrodillado se dirigió a ella.
-¡No respira! ¿Le hago un masaje cardíaco? -preguntó y colocó sus manos sobre el pecho de la víctima.
Ruth se recogió la falda y se arrodilló. Con delicadeza, apartó las manos del hombre y colocó las suyas.
-Por favor, haga que alguien llame a una ambulancia; yo me hago cargo de la víctima.
Aliviado de ser relevado de aquella responsabilidad, el hombre se levantó. Toda la atención de Ruth se encontraba en el paciente. La sangre hacía manchado su cabeza y presentaba heridas en el cráneo, pero no parecían muy graves. Lo más importante en aquellos instantes era el color que había teñido la tez del joven. Ruth se inclinó sobre él y advirtió que no respiraba.
No había tiempo para colocarse unos guantes, así que abrió la boca del joven y comprobó, como había temido, que se había tragado la lengua. La colocó en su lugar y así liberó el paso del aire a los pulmones. El joven elevó desmesuradamente al volver a respirar. Ruth sonrió.
Abrió su maletín. Como todos los médicos, siempre llevaba uno por si surgía una emergencia. Sacó un respirados de plástico preparado para aquellos casos y lo colocó junto a la boca del atropellado. El joven comenzó a respirar poco a poco con mayor facilidad y el color azul desapareció de su rostro. Le tomó el pulso y comprobó que era rápido, aunque dentro de los límites normales.
Después de aquel gesto rutinario, levantó la cabeza de la víctima y vio que tenía una herida que sangraba en la nunca. Colocó sobre ella un apósito, aunque no estaba segura de la gravedad de la lesión. No era tarde fácil diagnosticar si el cráneo, el cuello o la espina dorsal se habían dañado.
La pierna estaba rota, pero la sangre que manchaba el pantalón roto procedía de resguños sin importancia. No podía hacer un diagnóstico más exacto en medio de la calle, pero sabía que el hombre llegaría a salvo al hospital.
Al poco tiempo, oyó la sirena de la ambulancia que se acercaba al lugar del atropello; inmediatamente después, vio a dos enfermeros bajar del vehículo y correr hasta donde ella se encontraba.
-Soy médico -dijo-. Le he colocado un respirador de plástico porque se había tragado la lengua. Tiene una pierna rota, contusiones en el cráneo y posiblemente alguna lesión en el cuello.
El equipo de primero auxilios estaba compuesto por un hombre y una mujer.
-Gracias, doctora. ¿Podría quedarse a echarnos una mano? -preguntó el hombre.
-Si creen que me necesitan -respondió Ruth, consciente de que aquellos profesionales conocían su trabajo-... Voy a comprobar el estado del conductor.
Varios coches de policía habían llegado al lugar y estaban aparcados contando el tráfico de la calle. Los agentes se habían hecho cargo de la situación y uno de los policías hablaba al conductor del vehículo siniestrado, mientras los demás hacían circular a la gente y hablaban con los enfermeros.
-Soy médico -dijo Ruth a uno de los policías, pensando que acabaría odiando aquella frase-. ¿Está este caballero herido?
-Me encuentro bien -respondió el conductor de mala gana-, pero estaría mejor si no hubiera tantos ciclistas en la calle. ¿Acaso no saben que el asfalto se vuelve resbaladizo cuando llueve? Ese idiota...
-¿No tiene heridas,cortes o alguna otra cosa? ¿No se ha golpeado contra el parabrisas? -preguntó ella con tal de interrumpir las agresivas palabras del conductor del coche.
-Llevaba el cinturon de seguridad, como un buen conductor. Yo...
-¿Cómo se siente? ¿No siente mareo?
-Me siento enfadado; eso es lo que siento.
El policía se volvió hacia Ruth.
-Creo que podremos hacernos cargo de él, doctora. Si tenemos alguna duda, lo llevaremos al hospital.
Ruth asintió con un gesto y se volvió hacia el equipo de enfermeros que estaban colocando al herido sobre una camilla, para subirlo a la ambulancia. La mujer caminó hacia el asiento del conductor y el hombre se dirigió a Ruth.
-Nos gustaría que nos acompañara al hospital, tan sólo para cerciorarnos de que todo está bien, ¿le parece?
Ruth sabía que no era necesario, pero podía producirse un caso entre miles y aceptó. Recogieron su equipaje de la estación e iniciaron el camino hacia el hospital a toda velocidad, sorteando el tráfico de manera milagrosa.
El conductor llamó por radio al servicio de urgencias del hospital más cercano y, cuando llegaron, había ya un médico esperándolos. Ruth le contó lo que había observado, lo que había hecho y lo que sospechaba.
-Y ahora me marcho, que tengo que tomar un tren.
De aquella forma, terminó aquel inesperado episodio y, ya en el tren, se sintió satisfecha por el trabajo bien hecho. De vez en cuando, era reconfortante ser médico. Descansó diez minutos y después recordó que tenía que hacer algo.
Al arrodillarse en la calle, se había roto las medias y pensó que debía cambiarlas por el par de respuesto que llevaba en el bolso. Las tomó y se dirigió al servicio del tren. Después de cambiarse, se peinó y repasó el sencillo maquillaje que llevaba. A pesar de ser una médico rural debía cuidar su aspecto por deferencia con sus pacientes.
Antes de regresar, pidió una bedida en el vagón restaurante y la llevó consigo hasta su asiento. Allí, abrió su maletín y sacó un montón de papeles. Tenía mucho trabajo que hacer. Durante las dos semanas anteriores había asistido a un curso sobre técnicas para la atencioón de los recipen nacidos.
Su trabajo en el medio rural, junto al viejo doctor Harry Crowder y su hijo, Martin, no le permitiía muchos momentos para seguir formándose. Sin embargo, en aquella ocasión, Harry se las había ingeniado para liberarla de trabajo y que pudiera acudir a aquel curso. Para sustituirla, habían enviado a un nuevo médico en prácticas, al que no conocía todavía.
Ruth comenzó a tomar notas. Cuando llegara el momento, compartiría los conocimientos que había adquirido con sus dos colegas, ya que era importante que todos se beneficiaran del curso. Y había sido uno de los buenos. En él había vuelto a encontrar a antiguos amigos de la facultad y había hecho un par de amistades nuevas.
Sin embargo, muchos de los médicos generales parecían pensar que aquellos cursos eran como regresar a los tiempos de la universidad y tuvo que rechazar varias invitaciones. Podía ser viudam pero no era la típica <<viudad alegre>>. Ruth frunció el ceño y trató de no estristecerse al ver pasar frente a ella los triste suburbios de la ciudad. Bebió un sorbo de su café y se enfrascó en sus papeles.
Una hora y media después, suspiró y se fretó la sien, al sentir un principio de jaqueca. En los últimos tiempos sufría con bastante frecuencia de doleres de cabeza y, en cierta ocasión, al mencionárselo a Harry, su consejo había sido sencillo:
-Trabajas demasiado; te preocupas demasiado y no tienes motivaciones fuera de lo que es tu profesión. Tómate las cosas con calma y relájate un poco más.
-Lo intentaré, Harry -había dicho ella, aunque no había tenido éxito en sus intentos. Vivía únicamente para su trabajo y para disfrutar del campo que rodeaba al pueblo de Bannick.
Cerró los ojos durante unos instantes y los volvió a abrir para mirar por la ventanilla. Hacía tiempo que habían dejado atrás la ciudad y atravesaban ya una zona más agreste de páramo. Todavía seguía loviendo, pero el gris del paisaje transmitía paz y sosiego. Sonrió al advertir que regresaba a su hogar.
Al guardar los papeles en el maletín, las dos alianzas de oro chocaron contra la cerradura. Aún llevaba los dos anillos que Matt le había entregado; el de la boda era una sencilla alianza de oro, pero el de compromiso era un anillo fuera de lo común; un corazón de jade rodeado de pequeñas esmeraldas. Al contemprarlos, sonrió con tristeza. El jade se suponía que simbolizaba la paz y la serenidad. Había amado a Matt, pero fue poca la paz que llevó a su matrimonio.
Al mirar a través del cristal, divisó Irontone Edge. Una semana despupes de que hubiese ocurrido, caminó debiberadamente a lo largo del acantilado y había regresado al mismo lugar varias veces en los últimos seis años. No había sido el acantilado el que había matado a su marido; había sido el propio Matt.
Cerró los ojos con la amarga sonrisa todavía dibujada en sus labios. Su noviazgo había sido muy corto pero intenso y el matrimonio llegó rápido, un hecho nada acorde con el carácter de Ruth Applegarthh.
La respuesta era difícil, pero tenía que admitir que aquella revelación algo había cambiado y no para mejor. Sin embargo, no podía resultar más concreta; la sensación era vaga e incierta por el momento.-Nunca he conocido a un millonario -dijo ella-. Eso lo cambia todo; no esperarás que te trate como a un médico en prácticas.-Pues eso es lo que pretendo. Todavía soy un médico aprendiendo su oficio.Aquél era precisamente el problema.-Entonces, dime, ¿por qué quieres ser médico? Podrías haber sido cualquier cosa. Ni siquiera tienes necesidad de trabajar. ¿Por qué elegiste este trabajo?-¿Lo haces tú solo por el dinero? -preguntó.Ella hizo un gesto negativo.-No, soy médico porque me encanta.-Eso es lo que quiero yo también.
-No importa; entiendo que sea un juego que os guste.. a los hombresMicah rozó su mano, pero no atrevió a agarrarla.El coche frenó a la puerta del hotel y Albert encendió la luz interior.-El hotel Bell -dijo innecesariamente y volvió la cabeza para mirar a sus pasajeros.Ruth había esperado que Albert procediera de aquella forma, así que sonrió al ver la mueca de frustración en el rostro de Micah.-No te preocupes, llegaré bien a casa -dijo ella-. Estoy entre amigos; muchas gracias por una noche tan maravillosa, Micah. Me he divertido mucho.-Yo también -dijo él-. Yo...Ruth extendió su mano para que se la estrechara.-Buenas noches, Micah.Advirtió un torrente de emociones mostrándose en el rostro de Micah; irritación, frustración, pero también se
-Rosa con el número 45251 -exclamó el procurador-. El premio consiste en un magnífico viaje de fin de semana para dos personas a París, por deferencia de la Agencia de Viajes de Bannick. La afortunado o afortunado podrá realizar el romáctico viaje en los próximos seis meses. Alguien entre los presentes debe de tener el boleto. Ruth sonrió y vio cómo la gente a su alrededor miraba sus bolestos. -Mira tu número, Ruth -la animó Enid. Ruth sacudió la cabeza. -A mí nunca me tocan los premios. Enid tomó el boleto de Ruth ya que ella no parecía dispuesta ni a mirarlo. -Rosa, 45251 -dijo con excitación-. ¡Ruth, has ganado! La gente alrededor de la mesa oyó la exclamación de Enid y comenzaron a aplaudir. Horrorizada, Ruth tomó el boleto de manos de Enid. ¡Había ganado! -No le hagas esperar -aconsejó Micah con una sonrisa y se aproximó a la silla de Ruth para ayudarla a levantarse.
-Estás disfrutando de lo lindo -dijo él después de la cuarta presentación-. Haces que parezca un muchacho de veintitrés años.-Por supuesto. Si voy a ser elcentro de cotilleo, quiero que sea sabroso.-Yo puedo hacer que los comentarios sean increíblemente sabrosos.-Me haces estremecer -dijo ella medio en broma.Una vez que pasaron al interior, fueron conducidos hasta el salón de banquete donde les acomodaron en una mesa de dos. Ruth se asombró ante la botella de champán que descansaba entre hielos.-Es un champán especial -dijo Micah-. Lo he encargado en Londres. Lo que no nos tomemos ahora, podemos llevarlo al salón de baile para compartirlo con los demás.-Si queda algo -dijo ella y él elevó las cejas. El camarero abrió la botella y se lo dio a probar a ella-. Está delicioso.
-Sé que no mata a nadie -dijo Ruth en el camino de vuelta-, pero creo que la artristis es una de las enfermedades que más dolores causa en los enfermos. -Es un pensamiento interesante. Me pregunto si... Mira, ¿nos está haciendo señas aquel hombre? Ruth giró la cabeza en dirección señalada por Micah y vio a un hombre corriendo hacia ellos y gesticulando de forma exagerada. Micah paró el coche y Ruth oyó los gritos del hombre. -¡Doctora! ¡Doctora! ¡Doctora! Ambos contemplaron al hombre que corría ladera abajo. Se cayó, rodo unos metros y volvió a levantarse. -Se va a romper el cuello si no tiene cuidado -dijo Mica-. Vamos a ver qué quiere -añadió y puso el coche en marcha otra vez para meterse campo a través. -Son ustedes médicos -balbuceó el hombre con la respiración jadeante cuando llegaron hasta él-. Por favor, mi hija, creo que se está muriendo. Hace una hora estaba bien, pero ahora está tiesa y...
-De acuerdo, y ahora tomemos el té -cuando salieron de la granja, en el todoterreno llevaban ya dos cajas de huevos frescos. La señora Miller había sido muy considerada en poner una a cada uno. Micah parecía haber causado una buena impresión en la mujer, lo mismo que en Ruth. No había duda de que era un buen médico-. Debí haberme dado cuenta de la depresión -dijo ella algo avergonzada-. Fuiste muy inteligente al darte cuenta de que no quería decírmelo a mí. Micah se encogió de hombros. -Lo habrías advertido enseguida -dijo él. Ruth guardó silencio aunque apreció la forma en que quiso justificar su torpeza con George. -¿Seguimos escuchando a Beethoven? -preguntó ella. Apenas hablaron en el camino de vuelta, pero el silencio que reinó entre los dos no fue incómodo. Ruth se sintió feliz al escuchar la música y durante aquellos minutos no quiso hablar ni pensar en nada; tan sólo dejar que el tiempo fluyera. Pronto, ll
Último capítulo