No sé cuánto tiempo estuve mirando esas paredes.
El reloj del salón marcaba las once, pero el silencio pesaba como si fueran las tres de la madrugada.
Elena estaba frente a mí, con una taza de té intacta entre las manos. Intentaba decirme algo sobre tener calma, sobre dejar que todo se aclarara, pero sus palabras se desvanecían antes de llegarme.
Mi mente estaba en otro lugar.
En ella. En Alice. En su ausencia que dolía más que cualquier herida.
De pronto, el sonido de mi teléfono cortó el aire como un disparo.
Era un mensaje.
De Alice.
> “¿Dónde estás?”
Mis manos temblaron antes de responder.
> “En el penthouse.”
Pasaron apenas unos segundos antes de que apareciera otro mensaje:
> “Voy para allá.”
Me quedé mirando la pantalla sin saber qué sentir. Una parte de mí se alegró, la otra se estremeció.
No imaginaba que aquel mensaje sería el principio del fin.
Cuarenta minutos después, el sonido del ascensor me sacó del trance.
Elena levantó la vista al mismo tiempo que yo.
Alice apa