La nieve comenzaba a caer cuando el tren se detuvo en la estación de South Boston. Afuera, el aire olía a invierno, a leña encendida y café recién hecho. Me cubrí con la bufanda de lana que mi madre tejió años atrás y respiré hondo. El frío me devolvía una claridad que había perdido entre las luces de Nueva York.
Papá que habia venido dias antes, me esperaba apoyado en un bonito coche azul, con esa sonrisa cansada que siempre lograba romper mis defensas.
—Hola, mi niña —dijo, abriendo los brazos.
Y por primera vez en días, me dejé abrazar sin sentir miedo de romperme.
La casa seguía igual que la recordaba: sencilla, con paredes color crema y olor a madera envejecida. El reloj del pasillo aún marcaba las horas con ese tic tac que parecía un suspiro. En la chimenea, una foto de mamá sonreía entre velas. Su mirada parecía decirme que estaba donde debía estar.
Dejé mis maletas en el cuarto que solía ser mío y me senté frente a la ventana. Desde allí podía ver los abetos cubiertos de nieve