Hay mañanas en las que uno siente que todo está exactamente donde debe estar… y aun así, algo dentro de ti sabe que algo no está bien.
Alice caminaba por la casa como si cargara el peso de un mundo invisible. Era sutil, tan sutil que cualquiera pensaría que era el embarazo, pero yo la conozco demasiado. Cada pequeño silencio, cada parpadeo demorado, cada respiración un poco más profunda.
La observaba mientras acomodaba muestras de telas en la mesa del comedor. Quería elegir el color final del cuarto de la bebé. Me sonreía, pero esa chispa… ese brillo juguetón que siempre tenía… estaba un poco apagado.
—Estás muy callada —le dije, acercándome por detrás para rodearla con mis brazos.
—Estoy bien —respondió rápido… demasiado rápido.
Y entonces lo vi: un temblor leve en sus manos.
—Alice…
—Ethan, estoy bien —repitió. Y esta vez sonrió, pero la sonrisa no le subió a los ojos.
No insistí. Aprendí, en estos últimos meses, que cuando ella decía “estoy bien”, significaba “déjame respirar”. Per