El portón de la casa de Valeria se cerró tras él con un sonido metálico que pareció marcar el fin de un capítulo que no terminaba de cerrar. Leonardo apretó los labios mientras se acomodaba en el asiento del conductor, ajustando el cinturón con un movimiento brusco. Su pecho subía y bajaba lentamente, como si intentara controlar una tormenta que crecía en su interior.
Encendió el motor. El rugido suave de su auto de último modelo rompió el silencio matutino de aquella calle residencial. La ciudad ya comenzaba a despertarse: el bullicio de los autos, las bocinas a lo lejos, el murmullo de la gente que caminaba deprisa por las aceras, pero para él, el mundo parecía detenido.
Colocó las manos al volante, pero antes de moverse, dejó caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos unos segundos. Su respiración se hizo pesada. Su mente era un torbellino.
—¿Qué voy a hacer con Valeria? —murmuró, la voz ronca, cargada de una frustración que apenas podía disimular.
La imagen de Valeria recostada